miércoles, 13 de febrero de 2013

VUELO CELESTIAL

       VUELO CELESTIAL                   




Las campanas repicaban como nunca antes había sucedido, emitiendo sus tonos al aire que en ondas se disipaban  por arriba de la ciudad.
Algunas personas en el perímetro del santuario, levantaron la vista hacia el origen y se preguntaron ¿Cuál será la razón de su sonar? en una hora en que raramente se las podía escuchar. Los repiques se oyeron en toda la ciudad  aquella  tarde brumosa y fría. Aunque no más de cinco minutos; algunos pensaron en un retrasado oficio al nuevo papa, que recientemente había sido nombrado en el Vaticano. Otros, en el campanario, tomado por jóvenes inadaptados.
Los  agudos repiques se oyeron en cada barrio, en los  suburbios y aun en zonas más alejadas, donde jamás habían sido escuchados.
Cuando el diario local consultó al  párroco sobre lo sucedido aquella tarde, él mismo señaló que jamás ordenó aquellas campanadas, manifestando además, no haber oído nada de aquel sonido qué, según testigos, parecía provenir del cielo mismo.

MESES ANTES.
La joven mujer, llegaba cada mañana a las 11 e ingresaba impasible a la majestuosa iglesia estilo románico. Rápidamente, buscaba el ala izquierda donde al fondo de la misma, clavado en una cruz de troncos estaba su Cristo, su dios; raro y único caso donde el atormentado toma el instrumento de tortura cómo símbolo de su rebelión.
Arrodillada ante él, se entregaba a las plegarias con la vehemencia de los desesperados, y entre oraciones y súplicas le pedía por la purificación de otro semejante; en este caso  su propia pareja, su perverso esposo, que la humillaba con asidua intolerancia.
Cada día era una odisea para  aquella  mujer, que debía soportar los más bajos y bochornosos tratos del ser que no hacía mucho tiempo  había amado y del que ahora sólo deseaba,  que algún hecho fortuito lo sacara  de su vida para siempre y en cualquiera de las formas; aun las más infernales. Tal vez, una cruel enfermedad, un accidente o alguna otra infeliz mujer, cómo ella.
Cada mañana, le suplicaba a su dios por intermedio de su hijo, Cristo, que  eliminara a su esposo  de su atroz realidad. Día tras día, después de soportar las palabras más crueles, los insultos más grotescos y los golpes más dolorosos, se presentaba en aquella iglesia y casi con desesperación caminaba hacia aquella imagen que allí en lo alto de una cruz de troncos, la miraba en silencio.
La realidad parecía no resolverse nunca, mas bien, sus efectos se intensificaban con el tiempo, perturbándola hasta el borde mismo de la locura.
Llegó el otoño, luego el invierno y un leve cambio se produjo en aquella regularidad. La mujer ya no llegaba  a media mañana, como entonces, si no al final de la tarde cuando comenzaba a oscurecer y los primeros fríos se presentaron con total impunidad.
Una tarde, cuando la luz ya  no se filtraba por los amplios y coloridos ventanales y la mujer rezaba en cuclillas en el mismo lugar, oprimida por sus pensamientos; la nave mayor  de la iglesia se iluminó con la luz más fulgurante que jamás había percibido; entonces vio como su Cristo se liberaba de la cruz de palos a la que lo aferraban largos clavos y comenzaba a sobrevolar los espacios vacíos de la misma con la naturalidad de un ser sobrenatural, en cortos y elegantes vuelos, envueltos en el silencio más absoluto, sólo interrumpido por los ecos característicos de la madera de los bancos y de la súbita tos de invierno de alguno de sus  fieles. Casi sin moverse, y con los murmullos del silencio  inundando su impávido cerebro, seguía el vuelo con la mirada fija y sólo movió un poco el cuello para abarcarlo en toda su plenitud.
Luego, al parecer, se desmayó, ya que cuando volvió en si otros fieles y el mismo párroco la asistían casi sin decir palabra. Cuando la mujer se recuperó de una súbita “lipotimia”; cómo manifestó una  anciana de cabellos blancos sumamente abrigada. Al mismo tiempo que unos de los ayudantes del párroco le acercaba una cucharada de miel a la boca. En cuanto ingresó nuevamente a la realidad, giró rápidamente su demacrado rostro hacia el Cristo, que allí en la cruz de troncos la observava silenciosamente.
Cuando quiso relatar lo ocurrido, ninguna sílaba partió de su garganta, entonces comprendió con certeza que sus súplicas se cumplirían, al mismo tiempo, percibió que su corazón se liberaba de la angustia que la oprimía sin remedios, ni terapia.
Pasaron algunos días y su pareja debió marcharse apresuradamente, pues la ley lo perseguiría, según él mismo manifestó a  gritos. Al día de hoy, nada se sabe de aquél sujeto, que  maltrató a su semejante con la ferocidad de la maldad, de la ignorancia y la arrogancia más cobarde.

Del Libro."La Ruta del Elefante"-Hugo Peyrachia.
-Edit. "Las Tres Lagunas"-2010
                                     TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS