“ MÁQUINAS DEL TIEMPO”
Tendría yo 10 ó 11 años cuando compré el libro que después conformó el primer volumen de mi biblioteca personal. Se trataba de “La Tierra”, y era editado por una Colección Popular de “TIME-LIFE”; impreso en Italia en 1969.
Fue aquí, que supe que el sol es una estrella; me enteré de que formamos parte de un grupo de planetas que giran en su entorno, porque su gravedad no deja que escapen al espacio y la velocidad que llevan los mismos (Fuerza Centrípeta) evitan a su vez, que caigan hacia el. También, comprendí que el conjunto de planetas y el sol, pertenecen a uno de los brazos de la galaxia Vía Láctea, que gira sobre si misma, y se dirige hacia la constelación de Hércules. Pero a su vez, viaja hacia otra galaxia, la más cercana, llamada Andrómeda, distante a unos 2 millones de años luz; tiempo que la luz a 300.000 Km. por segundo tarda en llegar hasta ella.
También el libro cuenta que Eratóstenes, un matemático griego, que vivió en el año 200 antes de cristo, calculó de un modo muy aproximado el diámetro ecuatorial de la tierra, lo que hace sospechar que sabía de su redondez y quizás de su esfericidad.
Muy bien ilustrado, el libro y sus datos cautivaron mi intelecto y dispararon mi ingreso a la Escuela de Geología de la Universidad de Río Cuarto en 1976.
Los datos del Libro eran muy interesantes, como ya señalé, pero había algo más de importancia en aquel primer libro, y era su aroma, de tal manera que cuando años después lo tomaba, sus páginas desprendían esa fragancia única que caracteriza a los libros, y que descargaba un programa con todos los acontecimientos de aquellos años guardados en mi memoria; de la misma manera que el ácido que brota al quitar la cáscara de una simple mandarina, hace que de inmediato, recuerdos de la infancia y tal vez de la adolescencia, se le presenten en la mente tan claros como imágenes en una pantalla de TV.
Son los aromas, moléculas químicas, del papel o de la tinta de los escritos o de las más variadas sustancias, capaces de desatar un torbellino de imágenes y recuerdos. La mayoría gratos, pero el fenómeno también vale, supongo, para los que no lo son.
La voluntad, nada puede con el aroma de las manzanas frescas. Aquel perfume que había al ingresar a una verdulería y que hoy ha desaparecido, pues los supermercados mezclan las mismas con los productos de limpieza.
Recuerdo las esencias de algunas revistas al entrar a la librería de Osvaldo Marnich, a fines de los años sesenta y durante los setenta. Había un pequeño grupo de ellas, muy aromáticas y coloridas, de aventuras, sobre una rústica mesita hecha con palos de escoba, que emitían un agradable aroma dulzón, que no he podido hallar; ni he conservado ejemplar que pueda suministrarlo; pero, tal vez un día, logre retornar por un momento a aquel recinto, donde se hablaba de política, de economía, y hasta de platos voladores.
Los aromas, son como máquinas del tiempo, pues con ellos la mente retorna al pasado.
El chocolate de niño, el café de la juventud, la escuela primaria, el aroma del cine de la localidad, serán portadores de un mensaje único e irrepetible, rara combinación de moléculas de conformación única. Cuando se encuentran con otras iguales ya registradas en la memoria, descargan los recuerdos del momento en que fueron almacenadas, no importa cuanto tiempo transcurrió y jamás se borran. El mismo fenómeno se repite con la música.
Si alguna vez, el lector recorrió un campo de lavandas en flor en las sierras, o de romero o mentas azuzadas por sus manos o su paso, o por el viento, jamás olvidará que habrán captados sus sensores. Llevará esas moléculas impresas en su mente hasta el final de sus días.
Los naranjos en flor al comienzo de la primavera, o de los siempre verdes a mediados de diciembre, o de los jazmines del aire, registrarán el momento y lo llevaran al futuro, para luego, descargar el pasado.
También, las ciudades tienen su propio aroma; recuerdo la primera vez que viajé a la ciudad de Buenos Aires; en los subtes había y hay, aún hoy, un raro aroma de la grasa mineral electrificada. No hace mucho tiempo, recibí unos papeles que estuvieron almacenados en el gran Buenos Aires por años, cuando los tuve en mis manos y sin conocer aún la procedencia, supe de dónde provenían. Tenían empapadas las moléculas de la ciudad y seguro que Córdoba como otras grandes urbes tendrán su propia secuencia aromática. Quizás, también las pequeñas ciudades, impriman su sello molecular.
El aroma de los frutos de Ombú, maduros, me trasladan a mis primeros días de escuela primaria, los mismos maduran en el otoño y su aroma inigualable me transporta a aquellas escenas, tan claras, como si los hechos ocurrieran hoy, ahora mismo.
Pintura de Entrada: Hugo Peyrach-"Lavandas Serranas"
HUGO PEYRACH
“Poética”
Diciembre de 2007.-
Tendría yo 10 ó 11 años cuando compré el libro que después conformó el primer volumen de mi biblioteca personal. Se trataba de “La Tierra”, y era editado por una Colección Popular de “TIME-LIFE”; impreso en Italia en 1969.
Fue aquí, que supe que el sol es una estrella; me enteré de que formamos parte de un grupo de planetas que giran en su entorno, porque su gravedad no deja que escapen al espacio y la velocidad que llevan los mismos (Fuerza Centrípeta) evitan a su vez, que caigan hacia el. También, comprendí que el conjunto de planetas y el sol, pertenecen a uno de los brazos de la galaxia Vía Láctea, que gira sobre si misma, y se dirige hacia la constelación de Hércules. Pero a su vez, viaja hacia otra galaxia, la más cercana, llamada Andrómeda, distante a unos 2 millones de años luz; tiempo que la luz a 300.000 Km. por segundo tarda en llegar hasta ella.
También el libro cuenta que Eratóstenes, un matemático griego, que vivió en el año 200 antes de cristo, calculó de un modo muy aproximado el diámetro ecuatorial de la tierra, lo que hace sospechar que sabía de su redondez y quizás de su esfericidad.
Muy bien ilustrado, el libro y sus datos cautivaron mi intelecto y dispararon mi ingreso a la Escuela de Geología de la Universidad de Río Cuarto en 1976.
Los datos del Libro eran muy interesantes, como ya señalé, pero había algo más de importancia en aquel primer libro, y era su aroma, de tal manera que cuando años después lo tomaba, sus páginas desprendían esa fragancia única que caracteriza a los libros, y que descargaba un programa con todos los acontecimientos de aquellos años guardados en mi memoria; de la misma manera que el ácido que brota al quitar la cáscara de una simple mandarina, hace que de inmediato, recuerdos de la infancia y tal vez de la adolescencia, se le presenten en la mente tan claros como imágenes en una pantalla de TV.
Son los aromas, moléculas químicas, del papel o de la tinta de los escritos o de las más variadas sustancias, capaces de desatar un torbellino de imágenes y recuerdos. La mayoría gratos, pero el fenómeno también vale, supongo, para los que no lo son.
La voluntad, nada puede con el aroma de las manzanas frescas. Aquel perfume que había al ingresar a una verdulería y que hoy ha desaparecido, pues los supermercados mezclan las mismas con los productos de limpieza.
Recuerdo las esencias de algunas revistas al entrar a la librería de Osvaldo Marnich, a fines de los años sesenta y durante los setenta. Había un pequeño grupo de ellas, muy aromáticas y coloridas, de aventuras, sobre una rústica mesita hecha con palos de escoba, que emitían un agradable aroma dulzón, que no he podido hallar; ni he conservado ejemplar que pueda suministrarlo; pero, tal vez un día, logre retornar por un momento a aquel recinto, donde se hablaba de política, de economía, y hasta de platos voladores.
Los aromas, son como máquinas del tiempo, pues con ellos la mente retorna al pasado.
El chocolate de niño, el café de la juventud, la escuela primaria, el aroma del cine de la localidad, serán portadores de un mensaje único e irrepetible, rara combinación de moléculas de conformación única. Cuando se encuentran con otras iguales ya registradas en la memoria, descargan los recuerdos del momento en que fueron almacenadas, no importa cuanto tiempo transcurrió y jamás se borran. El mismo fenómeno se repite con la música.
Si alguna vez, el lector recorrió un campo de lavandas en flor en las sierras, o de romero o mentas azuzadas por sus manos o su paso, o por el viento, jamás olvidará que habrán captados sus sensores. Llevará esas moléculas impresas en su mente hasta el final de sus días.
Los naranjos en flor al comienzo de la primavera, o de los siempre verdes a mediados de diciembre, o de los jazmines del aire, registrarán el momento y lo llevaran al futuro, para luego, descargar el pasado.
También, las ciudades tienen su propio aroma; recuerdo la primera vez que viajé a la ciudad de Buenos Aires; en los subtes había y hay, aún hoy, un raro aroma de la grasa mineral electrificada. No hace mucho tiempo, recibí unos papeles que estuvieron almacenados en el gran Buenos Aires por años, cuando los tuve en mis manos y sin conocer aún la procedencia, supe de dónde provenían. Tenían empapadas las moléculas de la ciudad y seguro que Córdoba como otras grandes urbes tendrán su propia secuencia aromática. Quizás, también las pequeñas ciudades, impriman su sello molecular.
El aroma de los frutos de Ombú, maduros, me trasladan a mis primeros días de escuela primaria, los mismos maduran en el otoño y su aroma inigualable me transporta a aquellas escenas, tan claras, como si los hechos ocurrieran hoy, ahora mismo.
Pintura de Entrada: Hugo Peyrach-"Lavandas Serranas"
HUGO PEYRACH
“Poética”
Diciembre de 2007.-