jueves, 26 de mayo de 2011

“ MÁQUINAS DEL TIEMPO”

Tendría yo 10 ó 11 años cuando compré el libro que después conformó el primer volumen de mi biblioteca personal. Se trataba de “La Tierra”, y era editado por una Colección Popular de “TIME-LIFE”; impreso en Italia en 1969.
Fue aquí, que supe que el sol es una estrella; me enteré de que formamos parte de un grupo de planetas que giran en su entorno, porque su gravedad no deja que escapen al espacio y la velocidad que llevan los mismos (Fuerza Centrípeta) evitan a su vez, que caigan hacia el. También, comprendí que el conjunto de planetas y el sol, pertenecen a uno de los brazos de la galaxia Vía Láctea, que gira sobre si misma, y se dirige hacia la constelación de Hércules. Pero a su vez, viaja hacia otra galaxia, la más cercana, llamada Andrómeda, distante a unos 2 millones de años luz; tiempo que la luz a 300.000 Km. por segundo tarda en llegar hasta ella.
También el libro cuenta que Eratóstenes, un matemático griego, que vivió en el año 200 antes de cristo, calculó de un modo muy aproximado el diámetro ecuatorial de la tierra, lo que hace sospechar que sabía de su redondez y quizás de su esfericidad.
Muy bien ilustrado, el libro y sus datos cautivaron mi intelecto y dispararon mi ingreso a la Escuela de Geología de la Universidad de Río Cuarto en 1976.
Los datos del Libro eran muy interesantes, como ya señalé, pero había algo más de importancia en aquel primer libro, y era su aroma, de tal manera que cuando años después lo tomaba, sus páginas desprendían esa fragancia única que caracteriza a los libros, y que descargaba un programa con todos los acontecimientos de aquellos años guardados en mi memoria; de la misma manera que el ácido que brota al quitar la cáscara de una simple mandarina, hace que de inmediato, recuerdos de la infancia y tal vez de la adolescencia, se le presenten en la mente tan claros como imágenes en una pantalla de TV.
Son los aromas, moléculas químicas, del papel o de la tinta de los escritos o de las más variadas sustancias, capaces de desatar un torbellino de imágenes y recuerdos. La mayoría gratos, pero el fenómeno también vale, supongo, para los que no lo son.
La voluntad, nada puede con el aroma de las manzanas frescas. Aquel perfume que había al ingresar a una verdulería y que hoy ha desaparecido, pues los supermercados mezclan las mismas con los productos de limpieza.
Recuerdo las esencias de algunas revistas al entrar a la librería de Osvaldo Marnich, a fines de los años sesenta y durante los setenta. Había un pequeño grupo de ellas, muy aromáticas y coloridas, de aventuras, sobre una rústica mesita hecha con palos de escoba, que emitían un agradable aroma dulzón, que no he podido hallar; ni he conservado ejemplar que pueda suministrarlo; pero, tal vez un día, logre retornar por un momento a aquel recinto, donde se hablaba de política, de economía, y hasta de platos voladores.
Los aromas, son como máquinas del tiempo, pues con ellos la mente retorna al pasado.
El chocolate de niño, el café de la juventud, la escuela primaria, el aroma del cine de la localidad, serán portadores de un mensaje único e irrepetible, rara combinación de moléculas de conformación única. Cuando se encuentran con otras iguales ya registradas en la memoria, descargan los recuerdos del momento en que fueron almacenadas, no importa cuanto tiempo transcurrió y jamás se borran. El mismo fenómeno se repite con la música.
Si alguna vez, el lector recorrió un campo de lavandas en flor en las sierras, o de romero o mentas azuzadas por sus manos o su paso, o por el viento, jamás olvidará que habrán captados sus sensores. Llevará esas moléculas impresas en su mente hasta el final de sus días.
Los naranjos en flor al comienzo de la primavera, o de los siempre verdes a mediados de diciembre, o de los jazmines del aire, registrarán el momento y lo llevaran al futuro, para luego, descargar el pasado.
También, las ciudades tienen su propio aroma; recuerdo la primera vez que viajé a la ciudad de Buenos Aires; en los subtes había y hay, aún hoy, un raro aroma de la grasa mineral electrificada. No hace mucho tiempo, recibí unos papeles que estuvieron almacenados en el gran Buenos Aires por años, cuando los tuve en mis manos y sin conocer aún la procedencia, supe de dónde provenían. Tenían empapadas las moléculas de la ciudad y seguro que Córdoba como otras grandes urbes tendrán su propia secuencia aromática. Quizás, también las pequeñas ciudades, impriman su sello molecular.
El aroma de los frutos de Ombú, maduros, me trasladan a mis primeros días de escuela primaria, los mismos maduran en el otoño y su aroma inigualable me transporta a aquellas escenas, tan claras, como si los hechos ocurrieran hoy, ahora mismo.
Pintura de Entrada: Hugo Peyrach-"Lavandas Serranas"


HUGO PEYRACH
“Poética”
Diciembre de 2007.-

viernes, 6 de mayo de 2011


“EL CUENTO DEL TERRUÑO”


Hace más de cien años arribaba a Buenos Aires un vapor de bandera Italiana, a bordo, junto a tantos otros, venía Don Carlín, a trabajar la tierra prometida. Dejaba atrás, una pequeña localidad del norte de Italia, rocosa, de suelos pedregosos y una vida, hasta entonces, de mucho trabajo y miseria.
A los veinte años no es tan difícil decidirse por un aventura de estas características, y mucho menos si uno por desconocimiento y falta de instrucción, se lleva por lo que la propaganda, adrede, argumenta y aún más, si deciden financiarles los gastos del viaje.
No obstante, aún así resulta un salto al vacío; un quiebre a la normalidad, pero también una oportunidad, que jamás se repetirá.
Carlín, luchó, y sobre todo trabajó con ahínco de sol a sol durante años, para adquirir algunas cuadras propias de buena tierra.
Pero un día, cuando ya había logrado hacer realidad algunos de sus sueños, la historia terminó y entre otras cosas, quedaron en el recuerdo unas pocas palabras que él transmitió como un cuento y que solía relatarles a sus hijos y nietos. Un trozo de su espacio tiempo.
El cuento, que más que ello es un relato, contaba cómo había levantado la casa de piedras donde vivía su familia al pie del monte, en la Italia del Norte, zona de los bellísimos Alpes Italianos, donde no existe el horizonte rectilíneo, un lugar, que el abuelo antes de llegar no podía ni siquiera imaginar. Una superficie tan vasta, plana, sin plantas y sin piedras. La pampa argentina. Luego, desde el barco, dio con el horizonte, que no era más que una línea en la lejanía, y alguien de la tripulación les señaló que a dónde ustedes van , es la misma cosa, solamente que en lugar de mar hay tierra, hasta el fin del mismo.
La historia contaba como durante meses acarreó piedras en un carro tirado por burros, yendo y viniendo al río cercano en busca de las mismas que sólo el agua de río puede formar. Pero actas para levantar muros, intercalándolas con argamasa de cal y arena que abundaban en la región. Su padre y unos amigos vecinos la levantaron, piedra a piedra..
Después de acarrear carros tras carros, y de trabajar meses en la construcción de la misma, un día quedó terminada. Esa misma noche un sismo de regular magnitud dejó la mayoría de las piedras nuevamente como si estuvieran en el lecho que las formó, ya que los sismos eran frecuentes en el lugar, desbastando más de una vez buena parte de la comunidad.
También les contó, que las huertas eran difíciles de sobrellevar, o no llovía por meses, o el río inundaba la comarca al desbordarse como consecuencia de una gran lluvia en lo alto de la montaña, o, los inviernos la cubrían de nieve. Aquí, es muy distinto, sismos, nunca oí ni percibí uno; las lluvias son abundantes en general y las cosechas vienen bien; hay pastos para los animales, los gobiernos son benévolos si uno no se mete con ellos, los vecinos amigables, el cielo diáfano, los verdes intensos y hasta los años han sido prósperos para la familia. Hemos adquirido tierras para que ustedes progresen, pero voy a decirles algo, se trata del terruño, ese amor al lugar donde uno ha nacido, el lugar que eligió dios, ese olor a la tierra, a sus árboles en otoño, a las flores de primavera o al paisaje nevado. Todavía lo llevo dentro de mi corazón y se me hace un nudo en la garganta cuando pienso que aquí he de quedar para siempre. Es que uno pertenece al lugar donde nació. El amor al terruño, es algo que no puede contarse con palabras y se lo siente aquí, en el pecho, señaló. Esto quería decirles, porque no tengo ninguna otra forma de manifestárselo, que sepan, por más oferta que tengan, por más necesidades, nunca las cosas serán iguales; recuérdenlo, es duro no poder volver al lugar donde uno nació, no poder tocar aquellas antiguas piedras redondas. Cada noche al acostarme, se me aparecen y cada mañana al levantarme me recuerdan de dónde he venido.
Un mañana luminosa, otoñal, el abuelo cerró sus ojos para siempre, y fue inhumado en el cementerio local. Las cosas habían salido bien, desde el plano material, y un lujoso ataúd, ocupó la bóveda de un suntuoso panteón.

Algunos años después, Guillermo, uno de los nietos pudo viajar al Norte de Italia en busca de la casa de piedras de su cuento. Cómo era de esperar, la encontró en un barrio abandonada y las piedras redondas esparcidas por el sitio; recogió algunas de ellas y hoy descansan junto a la tumba del abuelo Carlín.

Pasaron los años, la situación económica del país fue empeorando gradualmente, hasta que en una de las crisis esporádicas Guillermo, cautivado por la Italia industrializada del norte y su doble ciudadanía, decidió emigrar. Hacia allí partió con su pequeña familia un día de invierno. Pasaron los años, y mantener el nivel de vida en Italia es muy costoso, se trabaja para vivir en el confort que impone la tecnología, y nada más, la vida es un círculo de trabajo y consumo.
Pasaron las décadas y a los hijos le sucedieron los nietos. Uno de ellos, Dino, decidió volver a recorrer el espacio tiempo, donde su abuelo había sido criado y contado el cuento del terruño.
Dino, el nieto de Guillermo, viajó a Buenos Aires y desde allí al interior de la provincia de Córdoba, en las Pampas Argentinas. Localizó el espacio; viejos vecinos le marcaron la casona que el tiempo había comenzado a derruir. Dino, el tartaranieto de Don Carlín, tomó del suelo sendos trozos de ladrillos cocidos, que habían pertenecido a la casona, los colocó en una bolsa de nylon y los guardó en un bolso gris. Luego, se marcho en silencio; retornó a Italia y los colocó junto a la tumba de su abuelo Guillermo.. La dimensión espacio, permanecía en su lugar, pero, la dimensión tiempo, había avanzado ciento cincuenta años.


Hugo Peyrachia.
“Poetica”
Diciembre de 2008