LA LUZ.
Un domingo por la tarde, como tantos otros y después de los trabajos habituales, Lucerno, pidió permiso al capataz de la estancia para llegarse hasta el pueblo. Necesitaba una bebida y un poco de tabaco con que armar sus cigarros. Hombre solitario, de hablar litoraleño, atendía la hacienda.
Lo solicitado le fue concedido y Lucerno, alto y fornido, no tardó en aparecer por el mismo, tan sólo a legua y media.
Rodeado de estancias y chacras, el pueblo, de un par de manzanas, estación de ferrocarril, plaza central e iglesia; era producto de la colonización de la amplia y bendita pampa argentina, que generosamente daba frutos con solo aportarle semillas y brazos.
En la esquina central, el negocio de ramos generales suministraba los insumos necesarios. Había comisaría y hasta un comité. Una taberna y un par de boliches, donde paisanos y criollos podían entonar canciones italianas y beber hasta el hartazgo.
El medio de locomoción y tracción era el caballo; y la luz de corriente continua, aún no había llegado.
Lucerno, se aproximaba al boliche cuando se percató de que algo anormal había ocurrido, a su paso observó viejas mujeres que cuchicheaban reunidas. Llegó al bodegón, y allí dentro escuchó a los parroquianos comentar sobre la muerte de una hermosa joven mujer de cabellos rubios y familia inmigrante, dejando esposo y dos pequeños niños al cuidado de dios.
No lejos del lugar, se llevaba a cabo el velatorio y el entierro sería a media tarde.
Lucerno, poco dado a las mujeres no tardó en escuchar los deseos de hombre, que empezaban a girar por su cerebro como avispas alteradas.
Cuando el sol triste y débil comenzaba a ocultarse dando un espectral rojo
al horizonte, montó su caballo y enfiló rumbo a la estancia; el alcohol y sus instintos lo conducirían directamente a las puertas del cementerio local.
La marcha era lenta y penosa. Lucerno no podía, ahora, distinguir entre el bien y el mal. Su curiosidad y la magia femenina, terminaron traicionando su moral.
Divisó los altos cipreses, que se veían negros en el horizonte, inmensamente azul en los anocheceres de la pampa abierta, sin fin.
Un viento helado soplaba levemente, produciendo el zumbido característico al arrebatar los pinos.
No le fue difícil encontrar lo que buscaba, la tierra estaba suelta, y desde lo alto del caballo percibió el aroma de las flores frescas. Echó una mirada al perímetro ¡ni un alma! exclamó, mientras el frío se acentuaba y el cielo dejaba ver una miríada de estrellas..
Ató su caballo a una cruz cercana y retiró de su apero una pala, que todo buen bichero lleva junto a su chuza. Dejó su sombrero a un lado y comenzó a cavar. La tierra fresca no ofreció resistencia. Poco después la media luna lo alumbraba tibiamente en su fúnebre labor, cuando el ruido característico de la madera le indicó que había llegado el momento que tanto ansió, de tener una bella mujer cerca y poder hacerla suya. La chuza perfectamente afilada fue suficiente para abrir el ataúd. La bella mujer apareció por fin entre blancas puntillas. Sus cabellos dorados, brillaban como el trigo a la luz de la luna.
De repente una “luz” lo iluminó desde el mismo borde de la tumba, y el macabro espectáculo se confundió con el día. Lucerno, estupefacto, contempló aquel hermoso rostro como jamás había imaginado.
Luego de unos minutos se percató que había sido sorprendido y giró su cara hacia la luz, que seguía observando los hechos en el silencio más sepulcral; fue cuando comprendió que se trataba de la mítica luz de las ánimas, que solía recorrer los campos y que allí en su corrientes natal, cuando muchacho, había dado batalla de igual a igual.
Intentó manotear su facón que llevaba cruzado en su cintura, pero la luz se proyectó como un rayo y lo perforó a la altura del corazón, llegando al cuerpo de la afortunada joven que de inmediato comenzó a gritar despavorida; mientras el cadáver de Lucerno caía fulminado sobre la misma.
Por la mañana, el sepulturero halló a la joven sobre la tierra húmeda por el rocío de la noche y se asombró que respirara. Estaba viva.
Al cuerpo de Lucerno, lo sepultaron en la misma fosa, sin mas trámite y la bella mujer se marchó del pueblo junto a su familia y jamás se supo de ella.
Fue a partir de aquel día, que algunos parroquianos enterraban a sus muertos por las noches, a la luz de velas, antorchas o de la luna.
Del libro:”La Ruta del Elefante” –Hugo Peyrachia.
Cuento editado por la revista” Signo”-Abril 2006.
También obtuvo una mención en el “Primer Certamen Nacional Cuento y Poesía-Junín-2002”-DERECHOS RESERVADOS"